martes, 30 de enero de 2018

COMO EL QUE OYE LLOVER



El hombre grita que le esperen. Se ha retrasado al tomar a su hija en brazos y teme descolgarse por completo del grupo. La carretera, situada en algún lugar de Grecia, conduce a la frontera con Macedonia. El refugiado camina sobre el asfalto porque el terreno, con esta lluvia, debe de estar intransitable. Aún no ha llegado. En todo caso, no nos ha llegado. La fotografía es de septiembre de 2015. Han transcurrido más de cuatro meses y el asunto está peor ahora por la llegada del frío. Da lo mismo, el asunto no se aborda. Significa que el hombre, además de chillar a los suyos, nos interpela a nosotros. Lleva casi cinco meses gritándonos bajo la tormenta:

–¡Joder, haced algo, que llevo a una criatura encima!

Camina por el centro de la calzada, que, al ser un poco curva, evacua el agua hacia los lados. A cambio, se tiene que jugar su vida, y la de la niña. Observen, si no, el coche que se pierde hacia el fondo, por la derecha, y el que se viene hacia acá, por la izquierda. Cada vez que pasa cerca de él un automóvil, se estrella contra su cuerpo una ráfaga de agua en forma de abanico. Si son dos los vehículos que coinciden a su altura, el chaparrón se multiplica. No hace falta señalar que el agua está sucia y aceitosa, porque ha recogido del asfalto los restos de la combustión automovilística. Y el refugiado va mal alimentando, claro: igual lleva dos días sin comer porque solo ha conseguido lo justo para la niña. Pero nada, ahí lo tienen, en pie, gritándole al mundo civilizado que, joder, le eche una mano. El mundo civilizado, como el que oye llover.

Juan José Millás. El País, 14-02-2016

miércoles, 24 de enero de 2018

WOODY ALLEN, USTED, YO


No conozco a Woody Allen. No sé cómo es. No sé quién es. No sé si es un padre atento o descuidado, no sé si tiene animales, si hace favores o los evita, si los pide, si madruga o remolonea por las mañanas. No sé si es leal a su agente o le miente. (…) No sé nada de él. Y tal vez usted tampoco.

No sé nada de Woody Allen ni puedo saberlo, que es lo que le pasa al planeta entero. Puedo hacer como que le conozco por sus películas, si decido practicar un ejercicio de voluntarismo que otros llamarían adivinación; puedo amarlo u odiarlo por ellas, pero no puedo saber quién es. (…) Como usted, como cualquiera. Pero no sé nada de él. Usted y yo podemos creer que sí y la realidad seguirá su curso inalterable, ajena a nuestra certidumbre.

Si creo que Woody Allen es víctima de una esposa despechada y sañuda es porque he decidido hacerlo. Si pienso que abusó de forma innombrable de una niña de siete años es porque, entre dos presunciones posibles, he escogido la segunda. Porque no puedo saber nada. Los servicios de bienestar infantil de Nueva York y el hospital Yale New Haven de Connecticut investigaron las denuncias y concluyeron, por separado, que no hubo abuso. Pero pudieron errar. A veces suceden cosas que luego no pueden probarse. A veces alguien se libra injustamente de la condena que merece. Tales cosas pasan. Como a veces alguien acaba acusado por motivos espurios.

Soy director de cine. No es mucho ni es poco. Trabajo con actores. No sé cómo son en casa. Intento encontrar al más adecuado para cada personaje, porque esa es mi responsabilidad como director, ese es mi trabajo. (…) No es función de la policía determinar la ubicación de la cámara, ni la mía -por fortuna para todos- averiguar quién transgrede la ley. La sociedad deposita en un juez funciones que ningún individuo debería soportar por sí solo. Un abogado tiene su propio mandato, como lo tiene el fiscal. Ninguno puede creer nada, la ley no se lo permite, no es su atribución hacerlo. Debe, en cambio, investigar. Averiguar. Determinar. Y probar.

Así que puedo -si quiero- creer cuanto desee creer, como puede hacerlo usted, de Woody Allen o de cualquiera, ¿quién va a impedírmelo? Lo que me pregunto es lo siguiente: ¿estoy dispuesto a hacerme responsable de lo que crea de él, esté a favor o en contra; a hacerme plena y completamente responsable de ello? ¿Firmaría un documento que me obligara a hacerme cargo de las consecuencias exactas derivadas de mi opinión, si la anuncio, a modo de juicio sumario -por miedo a la prensa, por miedo a la sangre, por miedo al señalamiento, por inconsciencia-, a los cuatro vientos? Yo, que no soy abogado, que no soy juez. Que no soy Dios. Que soy, quizá, director, articulista, panadero. Presentador estrella. Bailarina. Actriz. Actor. ¿Lo haría? ¿Debería hacerlo?

Si un músico no desea trabajar con un productor porque le da mala espina o una directora prefiere no contratar a un maquillador porque no le gusta lo que alguien le ha dicho de él, uno y otra pueden muy bien seguir su criterio. Con ponderación, espero, ojalá que de forma discreta si no tienen la plena certeza de estar en lo cierto. Con la elemental prudencia que su inteligencia les otorgue. Todos en nuestras vidas tomamos a diario decisiones y tratamos de emplear de la forma más juiciosa nuestro discernimiento. Pero si yo mismo, actor, directora, maquillador, músico, periodista estrella, opinadora, estoy dispuesto a acusar a alguien de forma irreparable y pública, a contribuir, con mis palabras, con mi actitud propaladora, a acabar con una carrera -¿una vida?-, a alentar una cacería sin ojos, o con miles de ellos, sin forma ni cerebro, sin gobierno, instintiva, justiciera, arrogándome una prerrogativa que la sociedad no me ha dado, fundándome en algo tan difuso y frágil como mi parecer, más me vale estar dispuesto a hacerme responsable, auténticamente responsable, personalmente responsable, de cuanto con mis actos provoque. U optar por esa quimera que ya nadie considera, la que ya nadie contempla: la de no tener opinión. La de no tener por qué tenerla. La de rechazar la obligación de blandir una siempre, como un estilete. La de ser prudente.

Desconozco si Woody Allen es un hombre bueno. Lo ignoro. Quizá lo sea. Tal vez sea un monstruo. Entre un millón de cazadores. ¿Lo sabe usted? ¿Puede saberlo? ¿Qué es lo que usted y yo sabemos?



Rodrigo Cortés es director de cine, ABC, 21 de enero de 2018.

domingo, 21 de enero de 2018

LOS INDIOS NO SON HOMBRES


Por definición, el prejuicio es algo que antecede al juicio… o sea, es un producto mental que ni siquiera llega a la categoría de pensamiento, porque para pensar se necesita usar la razón y la reflexión, mientras que el prejuicio es como un borrón, como un momentáneo apagón neuronal que impide que veamos la realidad correctamente. El prejuicio, por otra parte, es un precipitado de la costumbre. Quiero decir que los prejuicios se transmiten, desde luego, pero sin que tengamos conciencia de haberlos aprendido: simplemente creemos que el mundo es así; que lo que sostenemos no es una opinión, sino una realidad tan incontestable que no necesita ser probada. Los prejuicios son tan básicos y están tan profundamente hincados dentro de nosotros que ni siquiera sabemos que los tenemos. Son como parásitos ocultos de nuestro pensamiento, y lo peor es que se trata de una plaga que padecemos todos sin excepción.

Pensaba en todo esto mientras leía Momentos estelares de la humanidad (editorial Acantilado), catorce miniaturas históricas, como reza el subtítulo, redactadas por Stefan Zweig. Es un libro interesante y encantador y además yo adoro al pobre Zweig, un escritor inteligente, apasionado y honesto, un luchador de la tolerancia y la convivencia que se suicidó junto con su mujer en 1941, desolado por lo que por entonces parecía la victoria imparable del nazismo. Zweig era judío, y sin duda este dato influyó en su desconsuelo; pero yo creo que su angustia era básicamente humanista, el horror del hombre bueno ante el infierno.

 Pues bien, este escritor al que quiero y admiro, y en quien presumo una especial sensibilidad por los débiles, por los sometidos y marginados, desliza en el libro varias afirmaciones sorprendentes que indican una clara ceguera prejuiciosa. Por ejemplo, en el capítulo en el que habla del descubrimiento de El Dorado, y hablando del salvaje Oeste, dice lo siguiente: “(esas) estepas con sus enormes manadas de bisontes y en las que durante días, durante semanas, no aparece un solo hombre, únicamente los pieles rojas las recorren a galope tendido”. Cáspita, qué lapsus tan fuerte: de modo que los indios no son hombres. Y, para demostrar que ese párrafo no ha sido una errata, en el texto dedicado a Núñez de Balboa explica que Enciso, alcalde de una colonia cercana al estrecho de Panamá, “en medio de esa selva nunca pisada por el hombre, prohíbe a los soldados adquirir oro de los indígenas”. En fin, la incongruencia de la frase habla por sí sola.

Como ambos textos abundan en el mismo error, es probable que el humanista Zweig tuviera ese punto de oscuridad en la cabeza; que, siendo sin duda un ferviente partidario de los logros civilizados y democráticos, tendiera a ignorar y menospreciar a los salvajes, un prejuicio enormemente extendido hasta que, en la década de los sesenta, empezó a valorarse la diferencia. La cultura de lo políticamente correcto, que hoy ha llegado a límites aberrantes y retrógrados, tuvo su origen en algo esencialmente justo y razonable: en la necesidad de dar voz a los que nunca la tuvieron. Hoy Zweig jamás diría algo semejante, porque sin duda a estas alturas sería consciente de su etnocentrismo.

Leyendo al escritor austriaco me pregunto con cierta inquietud por mis propias zonas de sombra. Que sin duda padezco. De algunas he llegado a ser consciente; por ejemplo, recuerdo que hace bastantes años vi un episodio de Star Trek en la televisión de un bar de Santiago de Compostela, y cuando salió el vulcano Spock hablando en gallego me desternillé de risa, me pareció grotesco y muy chistoso, cosa que me afeó inmediatamente un amigo del lugar que estaba presente. Y tenía razón: ¿por qué iba a ser más grotesco el gallego que el castellano? Y aún peor: probablemente si hubiera visto a Spock doblado al francés, pongamos, no me hubiera resultado tan risible. Era una vez más el etnocentrismo, la maldita costumbre de la propia horda, el hecho de que, por entonces, hace ya tiempo, todavía no se hubiera normalizado el uso de las otras lenguas nacionales. Vivimos encerrados en la estrecha cárcel de nuestra pequeña realidad, y eso nos impide pensar libremente. Un último ejemplo: mi padre, que fue torero profesional, amaba profundamente a los animales (es algo que les sucede a muchos matadores). Yo aprendí de él ese amor, pero también su gusto por las corridas; en mi infancia y mi juventud asistí a decenas de ellas sin que me parecieran violentas. Tuvieron que pasar bastantes años hasta que pude liberarme de esa ceguera del hábito, del callo de la rutina. Hasta que pude ver la realidad desde otro lado. Los prejuicios se nos enredan en las neuronas y nos atontan.
Rosa Montero,  El País, 27 de diciembre de 2009